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miércoles, 21 de octubre de 2020

EPOPEYAS ARGENTINAS: LOS CABALLOS BLANCOS DEL CORONEL VILLEGAS

 

Sucedió un 21 de octubre

Los caballos blancos del coronel Villegas

 


En la noche del 21 de octubre de 1877, un grupo de indios concibió dar un golpe de audacia al campamento del 3º de Caballería, en Trenque Lauquen: robarle los caballos blancos al coronel Villegas.

 

Esa noche, como otras, los caballos blancos habían sido encerrados en un corral, a pocas cuadras del campamento.

 El corral estaba delimitado únicamente por una zanja bastante profunda y ancha, que las caballadas no podían cruzar.

 Ocho soldados, al mando del sargento Francisco Carranza, quedaron comisionados para cuidar la puerta del corral.

La noche era tranquila, nada indicaba la proximidad de los indios.

 La modorra fue acunándose en los párpados de los rudos hombres de Carranza, y con el primer frescor de la noche quedaron dormidos sobre sus carabinas.

Esta fue la oportunidad aguardada por los indios que levantaron  un portillo en el fondo del corral, rellenando la zanja.

 Con sus ojos, que penetraban la noche más cerrada, distinguieron en las sombras a las yeguas madrinas.

 Las tomaron sin que se espantaran, y las fueron sacando de a una, detrás de  ellas, dócilmente, siguieron los caballos de cada tropilla y así se robaron los seiscientos caballos.

Cuando con la diana, la guardia despertó, se halló con la novedad: ¡Los blancos habían sido robados!….

La palidez con que el coronel  Villegas recibió la noticia indicó que una tormenta de ira iba a estallar.

Mandó buscar al segundo jefe del Regimiento, el mayor Germán Sosa.

 


La orden fue tajante: armar una dotación de 50 hombres, incluir en ella al sargento Carranza, y en media hora salir en persecución de los indios ladrones.

 Si Carranza no se comportaba a la altura de las circunstancias, debía recibir cuatro tiros por la espalda.

Se los racionó con una porción de charqui como para cuatro días, y cien balas por hombre.



Villegas los vio partir, con la mirada sombría, desde la puerta del rancho que oficiaba de comandancia, y le dijo al mayor Sosa, cuando pasaba frente a él: No se animen a volver sin los blancos!!!.

Marcharon cuatro horas cuando el solazo pampeano del mediodía comenzó a morderles la nuca y el cansancio pesaba como una mochila sobre las espaldas, acamparon a orillas de la laguna Mari Lauquen.

El mayor Sosa dispuso una guardia porque se hallaban ya en territorio dominado por los indígenas.

Durmieron hasta el atardecer, y reanudaron la marcha no bien entró la noche.

 A las diez de la mañana del día siguiente, hicieron alto para acampar.

Pero estaba de Dios, que Sosa no iría a terminar sus días en las trágicas circunstancias que había elegido.

 Media hora más tarde, regresaba el cabo Pardiñas, haciendo señas desde lejos, el propio mayor Sosa le salió al encuentro.

Dios había puesto en el camino de esos soldados la posibilidad de salvarse, a punta de coraje.

En el monte que desde la distancia Sosa había elegido para acampar, había precisamente unos toldos y  en el bajo de la laguna, ¡los caballos blancos robados.

Con ellos, una gran caballada que pastoreaba sin vigilancia a la vista.

Cambiaron los caballos de marcha por los de reserva en un santiamén y en el silencio más absoluto se acercaron, al paso.

 El mayor Solís en tanto, había estado observándolo todo, la mayoría de los indios de pelea eran 83 en total, dormían en los toldos, o jugaba a los naipes.

Con ellos estaban 129 mujeres, niños y ancianos. Confiados en exceso por la fortuna del golpe dado contra el cuartel de Villegas, no habían puesto custodia; ni siquiera atado sus caballos.

 La forma de atacarlos podía ser ésta: Unos veinte hombres debían atropellar hacia el bajo y arrear las caballadas, el resto cargaría sobre los toldos para aplastar cualquier intento de reacción.

 Había que actuar rápidamente para que nadie del grupo pudiera dar aviso a otras tolderías.

El teniente Alba descargó su ataque con los veinte hombres hacia las caballadas.

El mayor Solís encabezó la carga a los toldos, los caballos blancos, apenas sintieron el ruido familiar de los sables y los gritos de sus antiguos dueños, se arremolinaron e hicieron punta hacia el camino y el resto de la caballada los siguió.

 

 Nunca arreo tan grande fue reunido en menos tiempo



Sosa y Solís redujeron a la impotente indiada, cayeron sobre ellos como leones enfurecidos .

El trompa tocó llamada y el pelotón al mando de Alba enderezó con los caballos hacia los toldos, mudaron caballos e iniciaron el regreso.

Marchaban alineados, al tranco y  Sosa pasó con la columna, polvorienta y victoriosa, frente a la comandancia.

Desde el vano de la puerta el coronel Villegas, con el chambergo sobre la nuca, según su costumbre paisana, los vio pasar Silencioso, todavía estaba enculado.

Cuentan que estaba tan pálido como sus caballos. Sin duda presentía que, a pesar de haber sido vengada la audacia de los indios, el episodio del robo de sus blancos correría por toda la pampa como una burla gritada, como el alarido del salvaje golpeándose la boca, como una basureada más, acaso una de las últimas que se permitía la indiada y como tal, todavía más sabrosa…